Mejores
Mejores, decían que íbamos a salir mejores.
Estamos de guardia, principios de la segunda ola del Covid o como quieran llamarlo, porque de aquí nunca se fue el bicho, próximo a terminar el verano del fatídico 2020. Una UME, cualquiera, da lo mismo el lugar.
Calor, mucho calor, humedad propia del sureste. Ese calor que te empapa a poco que hagas cualquier esfuerzo, y ahí estamos, intentando coger algo de fresco debajo del aparato de aire acondicionado, que está a todo lo que puede dar y sigue con su pequeño runruneo, monótono y continuado, sin quejarse de su trabajo diario.
Poco dura el descaso, suena la chicharra que tenemos por teléfono, que nos vuelve a enviar a la realidad exterior.
Batas, mascarillas, pantallas…nos dicen q se ha caído por la escalera, que no contesta, y que el familiar grita desesperado. Mala pinta tiene la cosa.
Llegamos pronto, joven no parece que haya cumplido los 60, en los últimos escalones de la escalera de su casa. Inmóvil, hecho un trapo, poca luz, poco espacio y mucho calor.
Ya lo parecía desde lejos, no respira y eso implica muchas posibilidades que pasan por nuestra cabeza. Los que llevan tiempo en este mundillo saben que puede haber sido por cualquier cosa, pero si has llegado en menos de cinco minutos te toca currar, y de lo lindo.
No es sencillo, para poder pelearlo hay q sacarlo al portal, mitad suelo, mitad rampa de garaje, a la vista de quien pase por la calle.
En apenas unos minutos esta todo nuestro trabajo en marcha, intentado devolver a esta tierra a ese hombre o lo que queda de él que ha empezado a marcharse.
Las gafas están empañadas, no ves mucho, pero sientes una cosa extraña en el ambiente. Han llegado los hijos, pero el aire está más enrarecido por algo que no consigo identificar. No lloran, no gritan, hablan seco y la madre quiere sacarlos de allí.
Nuestras batas ya dejan resbalar gotas de sudor por las mangas, las gafas están más tiempo en la frente que en los ojos, pero seguimos comprimiendo el pecho, sin descanso, para evitar un final que nadie quiere que llegue pero que se acerca a pasos rápidos. Veo la cara de mi compañero, rictus de dolor, dolor físico, el suelo de la rampa se clava en sus rodillas, pero ahí sigue, sin inmutarse y manteniendo un ritmo constante en su esfuerzo.
Oímos el runrún en la calle, los vecinos están expectantes, pero apenas se acercan a la casa. Todos, familia y vecinos saben ya lo que sucede, las series de la tele han puesto de moda nuestro trabajo y el imparable paso de los minutos nos conduce a un desafortunado final.
No aguanto más, tengo que quitarme la bata, el calor es insoportable, miro a mis compañeros y veo que también ellos se han quitado ese plástico azul de encima. Voy a la ambulancia, a coger más adrenalina y por el rabillo del ojo veo un carro de la compra en lo alto de la rampa, empujado por una señora, entrada en los sesenta años más o menos a ojos de la nebulosa en que se ha convertido mi visión tras el plástico empañado, contemplando todo lo que estamos haciendo.
Solo alguien que haya estado en esta situación, con su familiar en el suelo, puede decirnos lo que se siente, ese sufrimiento de ver como tu padre o tu hermano se marcha de forma brusca e imposible de detener. Un puñal de dolor que te atraviesa el pecho, poniendo todas tus esperanzas en unos desconocidos vestidos ya solo de amarillo que están tratando de devolver a la vida a tu ser querido.
Apenas he puesto un pie en el suelo desde la ambulancia, cuidando de no caerme ni de romper toda la medicación que llevo en la mano, y algo llama mi atención a la mi espalda, una voz con odio. Un grito que al principio creo que no he entendido bien, pero ante la insistencia y la repetición de la misma frase me paraliza por el daño que creo que va a hacer a la familia. Me vuelvo hacia la señora, que ha dejado el carrito y vuelve a gritar, desde lo alto de la rampa del garaje alargando más aún si cabe su delgada y siniestra silueta, con cara desencajada y mano amenazante hacia los familiares que están observando como luchamos por esa vida.
Una corriente cruza toda mi espalda, no puedo creer que esté viviendo esta escena, que hasta hoy nunca había pensado que podría suceder. No es un barrio conflictivo, una calle normal, casas unifamiliares y pisos bajos son el escenario de ese torrente de dolor y rabia que escupe una señora que venía de hacer la compra.
“os jodéis, os jodéis, que os den por culo…” sigue soltando fuego por la boca la señora (ya dudo de llamarla así) que ha vuelto a coger su carro y empieza a alejarse del lugar. La vemos todos alejarse, altiva y desafiante dejando tras de sí un reguero de odio.
Esas décimas de segundo, siento como si estuviese fuera de mi cuerpo y viviese toda la escena desde lo alto, he visto como mi compañero que hacia el masaje ha perdido apenas un segundo el ritmo de compresiones, su cabeza también ha entrado en shock durante ese tiempo que intentaba digerir los sapos y culebras que ha soltado la mujer que sigue su marcha sin volverse atrás.
Estoy bajando la rampa, si los insultos fuesen balas el finado sería yo, ya que desde abajo increpan y contestan con otra gran cantidad de blasfemias, pero que ya no nos parecen excesivas, después de la escena que hemos presenciado.
Sigo abriendo ampollas, ahora el ambiente es más raro todavía, los familiares hablan entre ellos, pero todo el remolino de espectadores que se agolpan frente a la casa no han movido ni un dedo para callar a la que desató este tsunami de dolor.
Una bolsa de basura grande. En eso tenemos que resumir esta ultima hora de nuestro trabajo, hemos recogido todo el material, y ya solo queda un cuerpo inerte tapado por una sábana como testigo de nuestra lucha contra el destino.
Estamos reponiendo nuestros macutos, pero noto tenso el estómago.
Ya aprendí hace años a no interiorizar el dolor de las familias, pero un torrente intenta subir hacia arriba y reprimo con esfuerzo las ganas de vomitar.
Esto es todo lo mejores que íbamos a salir.
Murcia, en algún punto de esta región , a finales de septiembre de 2020