lunes, 23 de mayo de 2022

Savia fresca

 

Savia fresca.

 

“tú duerme todo lo que puedas que mañana hay lío seguro”.

 

 

Nene, cállate ya, que con la que nos está cayendo y tu vienes a liarnos la cabeza aún más.

Me niego, los hábitos están para cumplirlos, pero un oscuro presentimiento rondaba por mi cabeza, sin llegar a tener la certeza de lo que va a suceder, pero si con un gusanillo en la boca del estómago que apenas te deja descansar el cuerpo en los ratos que puedes tener libres.

Todo es como de costumbre en estos últimos años, salvo por estas mascarillas y gafas que nos protegen del negro bicho.

Avisos más engorrosos, preguntas previas antes de entrar en las casas, un termómetro que se ha convertido en una nueva extensión de tu cuerpo, que llega al paciente antes de que apenas hagas una inspiración dentro del domicilio. Esperas el resultado como si sirviese de mucho, pero es la primera barrera que desbloquea tu cuerpo para acercarte a nuestro paciente. Se ha convertido en otra rutina más, eso sí, la primera de las muchas que haces cada vez que coges una dirección para encaminarte a tu aviso.

Como acababa de empezar a decir, la costumbre es hacer un servicio tras otro (“duerme, duerme” sigue resonando en mi cabeza), sin apenas tiempo para un café, comiendo a la hora que se pueda, engullendo un pequeño bocata entre el trayecto de un servicio a otro, para evitar desfallecer, y así pasaron los minutos y las horas de este día, en el que es de recibo decir que después de comer tuvimos un ratito de paz.

Y el nuevo lo volvió a decir “siempre la hacéis, antes o después la liais en la guardia”. Ya no le protesto, está creciendo, como persona y como profesional.

Enseguida se ve a quien le gusta el mundillo de la ambulancia y a quien no. Claro, que no es una ambulancia más, en el interior de esta furgoneta se viven momentos de máxima tensión, que pueden hacer inclinar a Damocles para el lado correcto esa espada maldita que nos persigue con cierta frecuencia. Ahí estamos nosotros, intentando poner un escudo a la amenaza del frio acero que siempre está dispuesto a llevarse por delante a quien se pueda cruzar en su camino.

No le digo nada, si le intento rebatir, sé a ciencia cierta que volverá a la carga con sus agoreros pronósticos. Mi interior me dice que es mejor callar, son muchos años de batallas, muchos avisos, muchas muescas sobre nuestras espaldas y lo que todos sabemos, que en cualquier momento podemos marcar otra más.

Llevamos ya dos duchas en esta guardia, trajes de plástico impermeables, que nos aíslan de caer enfermos, de contagiarnos, de contagiar después en casa a nuestros pequeños. Una cena rápida, un repaso mental a lo que hemos hecho en los avisos de hoy y puesta en común con los demás, para ver cómo podemos mejorar.

Es difícil mantener mucha distancia durante toda la guardia, hemos tomado distintas medidas de seguridad para evitar un posible contagio entre nosotros, pero el nuevo no pierde la sonrisa. En poco tiempo ha cogido el aire al servicio, se mueve con soltura y tiene desparpajo. Me recuerda a alguien, a uno que empezaba igual hace más de veinte años. Es una eternidad, eran tiempos que no había móviles y el acceso a internet era muy escaso, no se podían buscar herramientas y soluciones como hoy. Todo lo teníamos que aprender sobre el terreno, zona insegura y que en cualquier momento podías resbalar. Pero tiene esa mirada de los que ansían un “fregao”, que esperan que la adrenalina les dé un chute de vitalidad, de luchar contra el final no deseado. Sentimientos no desconocidos, pero que los años y las arrugas han hecho que no se ansíen de esta manera.

La noche ya ha bajado la persiana, la oscuridad; unido a que todo el mundo está obligado a permanecer en casa dan un aspecto fantasmagórico a las ciudades, ciudades del sur, bulliciosas en todo momento, pero especialmente en estas fechas que permiten hacer vida en las calles por la bondad del termómetro. Da escalofrío asomarse a este balcón y verlo todo desierto, y aun mas, observar las miradas de miedo de los pocos que salen a recibirnos a la calle, miedo a lo desconocido, miedo a la enfermedad. Ahora somos algo menos personas, más autómatas, embutidos en nuestra coraza blanca, fuerte ante lo invisible, pero que debilita nuestro corazón y nuestro ánimo, estando al lado, pero ciertamente más lejos de nuestros pacientes.

Timbrazo, el móvil te saca de tus pensamientos, que en estos momentos viajan por las imágenes de la familia, momentos antes de irse a la cama, preparándose para un nuevo día, monótono y enclaustrado, con la obligación de no salir de casa.

Aún no ha cogido la dirección y ya ha abierto los ojos como platos, rictus a medias entre la tensión y la felicidad. Uf, no me gusta nada, nos busca con la mirada, gira el cuello, señala la puerta, no tiene que contarnos nada, el aviso que lleva esperando desde que empezó la guardia ya está aquí.

 

 

Sudas; mucho. La bata impermeable te está haciendo muy difícil trabajar. Has decidido entrar sin el mono entero, el tiempo puede ser esencial y ponerte ese traje implica que el paciente no tendría ninguna opción, así que te arriesgas a ver qué pasa, si puede haber bicho o no.

Te escuecen los ojos, bajo ningún concepto te puedes frotar la cara, las gafas están empañadas y te esfuerzas en ver, aunque sea por las esquinas.

Sus brazos están rígidos, forman ángulo recto con el suelo, y el pecho del paciente está recibiendo esas compresiones rítmicas, rápidas que hacen la función de un corazón agotado. No se queja, sigue machacando sin descanso. Sabe con quién se juega las habichuelas, aquí hay dos partidas simultaneas, la primera contra la muerte, cruel y caprichosa, que nunca deja de asomarse a buscar a quien llevarse. La segunda contra sí mismo, aun no siente dolor, pero necesitará un relevo más pronto que tarde. Pero no va decir nada, los otros del equipo hacemos lo que nos toca, aunque la situación se volvió muy tensa al encender ese aparato zumbón que en muchas ocasiones certifica lo que las familias ya se imaginan.

Ciento y pico de kilos de carne inerte yacen ahora sobre el suelo, cuerpo y vida que cinco minutos antes deambulaban por su casa, veían la televisión y de pronto han empezado a sentirse mal. Lo demás lo podemos imaginar, una llamada a urgencias, otra llamada a nosotros, un vehículo grande, pesado y amarillo que zigzaguea por las estrechas calles de la parte vieja de esta ciudad, nunca he podido entender como mis compañeros son capaces de entrar por estas calles con tanta premura y a esa velocidad.

El termómetro no marcó fiebre, pero sabemos que no nos sirve, no hay mucho tiempo para pararse a buscar más pistas, más de las que nos pueden dar el primer vistazo a esa habitación. Automáticamente abres la ventana y te fijas que los movimientos de su boca son inútiles, no entra aire a sus pulmones. Joder, piensas rápido, necesitaremos espacio, hay que ponerlo donde podamos trabajar.

“señora, señora” intentas conseguir algún dato de la mujer que coge la mano de este desafortunado, que se encamina a irse por última vez. La mujer balbucea, apenas emite sonidos, el nerviosismo se adueña de ella, es incapaz de decirnos nada. Tendremos que decidir, no sabemos lo que podía tener antes, sabemos lo que le está pasando ahora mismo.

..y tres!!!! Lo tenemos en el suelo, entre la cama y el armario, imposible entrar ahí para empezar con todo ese mundo de maniobras y drogas que determinaran en menos de diez minutos si el pobre desgraciado se va o se queda en este mundo. Solo he tenido que mirar al novato, ya sabe lo que vamos a hacer, lo hemos hecho otras veces y aquí no caben delicadezas. En unos segundos tenemos la cama en posición vertical y apoyada en la ventana, acabamos de conseguir un metro, un espacio suficiente para que los tres que vamos de amarillo podamos luchar contra el infortunio.

Va a ser todo muy jodido (duerme, duerme escucho en mis oídos), a lo difícil que suele ser esta situación se unen más detalles que lo complican todo, y no solo esa inmensa humanidad complica de forma exponencial el poder obligarle a respirar, hay que tener muchísimo cuidado, el bicho esta suelto y sin control, por lo que las siguientes victimas podríamos estar en esta misma habitación.

 Apenas puedo ver, la mascarilla ha empañado mis gafas, pero siento la respiración a mi espalda. Nuestro refuerzo ha llegado, cargado con un tubo cilíndrico en forma de bombona de oxígeno. Todos sumamos, las drogas y el oxígeno se unen a esa lucha titánica por rescatar de la muerte a una persona que hace menos de cinco minutos no habíamos visto nunca. El recién llegado toma el relevo al novato, pero este no se va a alejar, que va, sigue con la faena y empieza a prepararse para el siguiente ciclo, ciclos de lucha por la vida.

¿de que padece tu padre? preguntamos al joven que acaba de entrar por la puerta, que se debate entre el llanto y el estupor al reconocer a su padre en una lucha titánica. Apenas conseguimos entender que llevaba unos días que se desplomaba de pronto, pero no había ido a ningún sitio por la situación que vivimos. Hay que ponerle en situación, apenas quedan unos minutos para que la balanza del destino decida si que queda o se marcha, así que lo mejor es ser directo, puesto que está en la habitación y está viendo la realidad.

 Luchamos por tu padre, por su vida, porque no acabe así, sin poder despedirse como todos deberíamos poder hacerlo.

Se hace un hueco entre nosotros, intenta no estorbar, pero quiere tocarlo, le coge la mano, no habla, pero agarra con fuerza los fríos dedos que han empezado a tornarse morados.

Han pasado diez minutos, un mundo para esta situación, hay que empezar a preparar a la abuela, que sepa que su marido, con el que lleva desde que tiene memoria está empezando a decir adiós.

No paramos, los cuatro seguimos haciendo lo que nos toca, las maquinas hacen su función, la escena está bajo control salvo por ese reloj que avanza inflexible hacia el trágico final. Instintivamente nos preparamos, nunca es un trago dulce decirle a una persona que su marido o su padre ha fallecido. Aun así, cumplimos fielmente nuestro cometido: drogas, oxígeno y compresiones, no vamos a robarle ni un ápice de sus posibilidades de vivir. Exprimiremos las opciones de la ciencia y de nuestras capacidades.

“Para un momento”, con tono serio le dice el que está en la cabeza del paciente a nuestro joven compañero, que seguía rítmicamente sin decaer en sustituir a esa bomba de músculos que es el corazón.

No quiero mirar, casi quince minutos de esfuerzo máximo, dando todo lo que teníamos dentro, con la sensación de que nos hemos regado dentro de nuestras corazas impermeables.

 

 “Si, tiene latido”

 

Por fin me he quitado la bata, ahora mismo ninguno estamos cansado, aún nos quedan suficientes endorfinas en el cuerpo para notar agotamiento. Atrás queda la lucha titánica por no dejar marcharse a ese desconocido para nosotros, pero perfectamente reconocible para los suyos. Ni siquiera el esfuerzo físico de llevar desde el frio suelo de su habitación hasta la habitación blanca y muy bien iluminada del hospital nos ha pasado aun factura. Mañana, mañana será otro día. Mañana va a doler todo.

 

No habla, pero su cara de satisfacción lo dice todo. Sería fácil para él decirnos “os lo dije”, pero se mantiene callado. Su cara es suficiente para que sepamos lo que piensa, ni siquiera es una sonrisa, pero la alegría de sus ojos lo dice todo. Está contento, sabe lo útiles que hemos sido, lo importante que fue todo lo que hicimos en la ultima hora para evitar el triste desenlace.

Ninguno sabemos que pasará con nuestro paciente, pero ahora mismo para nosotros no es lo más importante. El nuevo está feliz, le gusta este trabajo y si encima consigues llevar a buen puerto estos marrones, la sensación de bienestar le cala hasta los huesos.

Nosotros que llevamos más años podremos contar otra batallita más a los que van llegando, pero al igual que el primer día seguimos sintiéndonos orgullosos de estar donde estamos, salga bien el aviso o no, solo por la sensación del trabajo bien hecho. Mañana dormiré más a gusto.

El nuevo no merece que siga llamándolo así, ya es uno más del equipo.

 

 

 

                 Murcia, junio 2020. Ha pasado lo peor del primer golpe del covid.

       Aquí no ha sido demasiado severo, pero todas las medidas de precaución aumentan la dificultad de trabajar en los marrones.

              El paciente falleció a los 4 días, no por ello se nos pasara la sensación del trabajo bien hecho ese día.

Dedicado a un amigo. Él sabe que ya no es el nuevo.

 

 

 

 

 

 

miércoles, 30 de marzo de 2022

Mejores

 Mejores

 

Mejores, decían que íbamos a salir mejores.

 

Estamos de guardia, principios de la segunda ola del Covid o como quieran llamarlo, porque de aquí nunca se fue el bicho, próximo a terminar el verano del fatídico 2020. Una UME, cualquiera, da lo mismo el lugar.

Calor, mucho calor, humedad propia del sureste. Ese calor que te empapa a poco que hagas cualquier esfuerzo, y ahí estamos, intentando coger algo de fresco debajo del aparato de aire acondicionado, que está a todo lo que puede dar y sigue con su pequeño runruneo, monótono y continuado, sin quejarse de su trabajo diario.

Poco dura el descaso, suena la chicharra que tenemos por teléfono, que nos vuelve a enviar a la realidad exterior.

Batas, mascarillas, pantallas…nos dicen q se ha caído por la escalera, que no contesta, y que el familiar grita desesperado. Mala pinta tiene la cosa.

Llegamos pronto, joven no parece que haya cumplido los 60, en los últimos escalones de la escalera de su casa. Inmóvil, hecho un trapo, poca luz, poco espacio y mucho calor.

Ya lo parecía desde lejos, no respira y eso implica muchas posibilidades que pasan por nuestra cabeza. Los que llevan tiempo en este mundillo saben que puede haber sido por cualquier cosa, pero si has llegado en menos de cinco minutos te toca currar, y de lo lindo.

No es sencillo, para poder pelearlo hay q sacarlo al portal,  mitad suelo, mitad rampa de garaje, a la vista de quien pase por la calle.

En apenas unos minutos esta todo nuestro trabajo en marcha, intentado devolver a esta tierra a ese hombre o lo que queda de él que ha empezado a marcharse.

Las gafas están empañadas, no ves mucho, pero sientes una cosa extraña en el ambiente. Han llegado los hijos, pero el aire está más enrarecido por algo que no consigo identificar. No lloran, no gritan, hablan seco y la madre quiere sacarlos de allí.

 

Nuestras batas ya dejan resbalar gotas de sudor por las mangas, las gafas están más tiempo en la frente que en los ojos, pero seguimos comprimiendo el pecho, sin descanso, para evitar un final que nadie quiere que llegue pero que se acerca a pasos rápidos. Veo la cara de mi compañero, rictus de dolor, dolor físico, el suelo de la rampa se clava en sus rodillas, pero ahí sigue, sin inmutarse y manteniendo un ritmo constante en su esfuerzo.

Oímos el runrún en la calle, los vecinos están expectantes, pero apenas se acercan a la casa. Todos, familia y vecinos saben ya lo que sucede, las series de la tele han puesto de moda nuestro trabajo y el imparable paso de los minutos nos conduce a un desafortunado final.

No aguanto más, tengo que quitarme la bata, el calor es insoportable, miro a mis compañeros y veo que también ellos se han quitado ese plástico azul de encima. Voy a la ambulancia, a coger más adrenalina y por el rabillo del ojo veo un carro de la compra en lo alto de la rampa, empujado por una señora, entrada en los sesenta años más o menos a ojos de la nebulosa en que se ha convertido mi visión tras el plástico empañado, contemplando todo lo que estamos haciendo.

Solo alguien que haya estado en esta situación, con su familiar en el suelo, puede decirnos lo que se siente, ese sufrimiento de ver como tu padre o tu hermano se marcha de forma brusca e imposible de detener. Un puñal de dolor que te atraviesa el pecho, poniendo todas tus esperanzas en unos desconocidos vestidos ya solo de amarillo que están tratando de devolver a la vida a tu ser querido.

Apenas he puesto un pie en el suelo desde la ambulancia, cuidando de no caerme ni de romper toda la medicación que llevo en la mano, y algo llama mi atención a la mi espalda, una voz con odio. Un grito que al principio creo que no he entendido bien, pero ante la insistencia y la repetición de la misma frase me paraliza por el daño que creo que va a hacer a la familia. Me vuelvo hacia la señora, que ha dejado el carrito y vuelve a gritar, desde lo alto de la rampa del garaje alargando más aún si cabe su delgada y siniestra silueta, con cara desencajada y mano amenazante hacia los familiares que están observando como luchamos por esa vida.

Una corriente cruza toda mi espalda, no puedo creer que esté viviendo esta escena, que hasta hoy nunca había pensado que podría suceder. No es un barrio conflictivo, una calle normal, casas unifamiliares y pisos bajos son el escenario de ese torrente de dolor y rabia que escupe una señora que venía de hacer la compra.

“os jodéis, os jodéis, que os den por culo…” sigue soltando fuego por la boca la señora (ya dudo de llamarla así) que ha vuelto a coger su carro y empieza a alejarse del lugar. La vemos todos alejarse, altiva y desafiante dejando tras de sí un reguero de odio.

Esas décimas de segundo, siento como si estuviese fuera de mi cuerpo y viviese toda la escena desde lo alto, he visto como mi compañero que hacia el masaje ha perdido apenas un segundo el ritmo de compresiones, su cabeza también ha entrado en shock durante ese tiempo que intentaba digerir los sapos y culebras que ha soltado la mujer que sigue su marcha sin volverse atrás.

Estoy bajando la rampa, si los insultos fuesen balas el finado sería yo, ya que desde abajo increpan y contestan con otra gran cantidad de blasfemias, pero que ya no nos parecen excesivas, después de la escena que hemos presenciado.

Sigo abriendo ampollas, ahora el ambiente es más raro todavía, los familiares hablan entre ellos, pero todo el remolino de espectadores que se agolpan frente a la casa no han movido ni un dedo para callar a la que desató este tsunami de dolor.

 

 

Una bolsa de basura grande. En eso tenemos que resumir esta ultima hora de nuestro trabajo, hemos recogido todo el material, y ya solo queda un cuerpo inerte tapado por una sábana como testigo de nuestra lucha contra el destino.

Estamos reponiendo nuestros macutos, pero noto tenso el estómago.

Ya aprendí hace años a no interiorizar el dolor de las familias, pero un torrente intenta subir hacia arriba y reprimo con esfuerzo las ganas de vomitar.

Esto es todo lo mejores que íbamos a salir.

 

Murcia, en algún punto de esta región , a finales de septiembre de 2020